El silencio podría interpretarse
como ausencia, también es una forma de estar sin intervenir, permite observar,
meditar, entender (al menos intentarlo). Hace mucho que no me tomaba un momento
para escribir. Reconozco que en este período no me aburrí, pero extrañé el
teclado.
Hoy se habla de tantas cosas que
cuesta mantener la atención en un tema (no solo pasa en Venezuela, obviamente).
En muchos momentos me siento agotada, luchando inútilmente por intentar saber
qué pasa en este país, quien está detrás de los acontecimientos. Ya no creo que
sea tan simple como “todo es culpa de Chávez”.
Sin embargo, un suceso reciente
fue el detonante para romper mi silencio. Luego de presenciar una escena tan
impactante, lo único que podría atenuar mi sentimiento de culpa es contarlo,
para obligarnos (incluyéndome) a mirar algo feo pero real, a sentir el dolor
que tratamos de ignorar a diario, a llorar juntos si es necesario. Con la
intención de secarnos las lágrimas pronto y darnos valor para enfrentar este
monstruo que destruye algo más importante que cualquier pedazo de tierra,
nuestra alma.
Los hechos son similares a
cualquier relato que hayamos leído o escuchado, un ladrón arrebata el celular a
una chica, sale corriendo, desarmado, la chica grita y toda la calle en
cuestión de segundos se hace eco. El muchacho cae gracias al empujón de un
vecino y antes de que pudiera darse cuenta todos están sobre él, golpeándolo.
Hasta ahí, todo bien (decimos los venezolanos, acostumbrados a este tipo de
eventos cotidianos). Pasan los minutos y sigue llegando gente, salen de los
edificios en grupos o en solitario, vienen con bates, palos, piedras, y
sobretodo rabia, odio descarnado. A este punto le han quitado la ropa al
muchacho, está en la acera, desnudo, sangrando, pero los golpes no paran.
Mientras observo la escena me
pregunto: ¿por qué bajé? ¿Qué hago? ¿Dejo que lo maten sin decir nada?
Se me salen las lágrimas antes de
poder coordinar los movimientos, no quiero mirar.
Una señora sale de su edificio y
viene diciendo: bien bueno, que lo maten, ¿hasta cuándo nos dejamos joder?
Dice, yo soy abogada y por eso sé
que lo tienen que matar, la policía no puede hacer nada, mañana lo sueltan y
vuelve a hacer lo mismo, hay que matarlos a todos.
En ese momento logro incorporarme
y le pregunto, ¿Ud. está dispuesta a matar a otra persona? Responde: No, yo no.
Pero si Ud. está de acuerdo es
cómplice. ¿Ud. cree que si lo matan la situación va a mejorar? No piensa que
hoy matan uno y mañana vienen cinco más a vengarse, y con mucho más odio y
resentimiento encima.
Ella me escucha y poco a poco su
cara comienza a cambiar. Los ojos desorbitados por el odio y la adrenalina
comienzan a encontrar su lugar, pudo ver claramente que estaban matando a un ser
humano ahí delante de ella, las patadas en su espalda suenan como golpes a un
tambor. Ese sonido fue aterrador, nunca lo había escuchado y nunca lo olvidaré.
La señora entró en razón, hizo silencio, se fue cabizbaja.
No tuve el valor de enfrentarme a
la turba para defender la vida de esa persona (buena, mala, que importa). La
policía llegó antes de que lo mataran, no hicieron mucho esfuerzo por salvarlo
pero su presencia alejó a la multitud e hizo que los bates, palos y piedras desaparecieran
de la escena rápidamente. Alcanzaron a ponerle su ropa interior antes de
llevárselo, caminando como podía, humillado al extremo.
Su ropa y pertenencias
(incluyendo la engrapadora disfrazada de pistola que usaba para sus fechorías)
quedaron tiradas en la calle, así como su sangre, que aún al día siguiente estaba allí como
recuerdo de los actos de la tribu.
Cuando somos capaces de matar al
que mata, nos estamos matando a nosotros mismos por dentro. Un gesto de
humanidad, de amor, de perdón, a quien seguramente nunca ha experimentado tal
cosa, era la oportunidad para tocar el alma de quien no es consciente siquiera
de tenerla.
El círculo del odio es una
avalancha que se alimenta en su recorrido, y al final arrasa con todo lo que
encuentra a su paso.
Más allá de establecer
responsabilidades y reconocer la gravedad de la violenta crisis que vivimos,
hay una tarea que espera por nosotros, construir la paz. Nada más radical que
la paz. Una paz políticamente incorrecta, que incomoda porque no toma el camino
fácil del odio colectivo (“ya esto no se aguanta”), que a pesar de ser
menospreciada es capaz de mantenerse de pie y con la frente en alto. Es un
riesgo que no todos estamos dispuestos a asumir.
Difícilmente la situación mejore
pronto, eso también es cierto. No estamos para sermones, cada uno lucha
por su vida y la de los suyos. En lo
personal trato de recordar siempre que la vida que tengo quiero gastarla bien,
y si he de morir a manos del hampa desde ya perdono a quien haló el gatillo, no
desearía que muera de la misma forma. Yo sé que el amor salva, ojalá nos
salvemos y ayudemos a salvar a otros. La vida es bella, pero es corta también.
Mientras estemos en este mundo no perdamos el tiempo en odios, finalmente estamos
acá para ser felices. Sí, felices, viviendo en Venezuela o en Afganistán, en
Londres o Nueva York, da igual.
Uff Bea, estoy conmovida por tu escrito. La rabia se apodera de nosotros y es tan difícil escapar de ella cuando uno està hasta la coronilla de tanta violencia e impunidad. El hecho de que hayas logrado, en medio de toda esa conmoción y euforia colectiva, hacer un alto y sentir el malsabor de la violencia y además sentir compasión, te hace una persona ejemplar. Bella. Te quiero
ResponderEliminarBeaaaa! Hermoso y conmovedor. Es terrible ver como el odio colectivo se apodera de nuestra sociedad y que cansados de ser victimas de la violencia nos volvemos victimarios. Como ya te comenté, me he vuelto tu fan. Un abrazo amiga!
ResponderEliminarErika B.