Aparentemente dejé de ser una
neófita en lo concerniente a turismo de aventura; excursiones, campamentos,
naturaleza y emoción. Reconozco la fascinación que despertó en mí esta manera
de conectarme con la idea de una Venezuela desconocida hasta el momento. He
podido llegar a lugares mágicos, encantadores e inolvidables.
Sin embargo, algo cambió cuando
me encontré con el Autana. No sé muy bien cómo explicarlo con palabras
ordenadas o bonitas, tuve la sensación (y no ha dejado de acompañarme) de haber
vivido un momento decisivo frente al cerro.
Convencí a dos amigos para hacer
este viaje juntos, y allí estábamos los tres en Puerto Ayacucho (Edo. Amazonas)
por primera vez, descubriendo un rincón lejano de nuestro país, cada uno con su
equipaje y sus expectativas.
Nuestros nuevos compañeros son un
grupo de chamos citadinos, irreverentes y encantadores. En Puerto Ayacucho se
sumaron otras chicas más, y ahora vamos juntos en este bongo sorteando varios
ríos de diferentes colores, con la ilusión de conocer de cerca ese cerro sagrado.
Fueron sólo dos noches en Ceguera
(campamento frente junto al río, frente al Autana), prácticamente un solo día
completo en tierra firme. Aparentemente era suficiente para no dejar a nadie
indiferente luego de esta experiencia.
Según nos contaron el Autana no
puede escalarse por varias razones, a decir verdad yo tengo mi propia
explicación. Nos cuentan que siendo el cerro Autana un lugar sagrado según la
tradición piaroa (etnia que habita mayoritariamente esta zona), no está
permitido acercarse demasiado a menos que los indígenas lo acepten. También
porque es una pared vertical difícil de escalar, al menos para gente normal
como yo, que no está en condiciones atléticas para amarrarse de unas cuerdas y
hacer acrobacias. El punto es que nuestra excursión consiste en subir una
montaña cercana (Wahari) y desde la cima poder “observar” el cerro. Debo decir
que observar no es la mejor descripción para el encuentro cercano vivido ese
día con el Autana, espero contar con las palabras exactas y suficientes para expresarlo.
Un solo día con su noche incluida
bastó para enamorarme de este lugar. Temprano en la mañana del sábado
embarcamos el bongo para atravesar el río en un brevísimo trayecto desde el
campamento hasta la falda de la montaña, hicimos trasbordo hacia una pequeña
curiara donde cabíamos máximo 6 personas, con nuestro guía piaroa al remo
acercándonos a la orilla. Allí comenzaba el camino que emprendimos disfrazados
de niños. Todos revivimos aquellos días cuando jugar a las expediciones y
embarrarse la ropa era lo habitual, cuando bañarse en la lluvia era lo más
divertido del mundo, cuando una tarde de juegos parecía una eterna aventura.
Entre grandes árboles, suelos
pantanosos, caminando sobre gruesas raíces o troncos caídos, poco a poco
comenzábamos a respirar el verde. Frutas exóticas, insectos de colores, algún
encuentro emocionante y peligroso con fauna salvaje que no pasó a mayores. Así,
sin darnos cuenta, luego de 3 horas de caminata comienza a despejarse la
espesura, y aparece el primer claro en la montaña. Solo un descanso para los
últimos metros, casi escalando hasta alcanzar la cima.
El Autana frente a nosotros. Cada
uno celebra la cumbre a su manera, euforia o silencio, al final sentimos la
misma energía irradiada por una montaña, tepuy o como se llame, plantado ahí en
medio de la selva, grandioso y humilde. Desde aquí se puede apreciar la
magnitud de su presencia inesperada en medio del verde constante, se siente la
fuerza vital que lo alimenta, no necesito estar más cerca.
Fueron pocos minutos de
contemplación porque pudimos ver la lluvia acercarse como una cortina sobre la
selva, debíamos comenzar a bajar antes de ser alcanzados por las nubes cargadas
de agua. Había sido difícil llegar a la cima por el empinado y rocoso camino, con
mi escasa agilidad tenía que bajar lentamente y con mucho cuidado. Todo el
camino de regreso estuvimos acompañados por un aguacero incesante. La lluvia
inundó todo, nuestro cuerpo, los morrales, la ropa, el camino. No recuerdo la
última vez que me bañé en la lluvia pero si lo divertido que solía ser, la
sensación de fresca libertad, remojada como un pollo, feliz. Así transcurrió el
camino, caminando con el agua hasta las rodillas sin saber qué había debajo,
con algunos tropiezos y caídas inofensivas que en medio de la tensión de
habitar lo desconocido nos hicieron reír a carcajadas. Ya en nuestro
campamento, después de recostarme un rato en la hamaca para descansar del
maratón, me levanté y encontré un espectáculo sublime.
El telón de fondo era el
Autana con su protector (cerro Wahari) donde habíamos estado horas antes, y más
allá el cerro Cara de indio. En la orilla del río mis compañeros de viaje
disfrutando del paisaje cada uno de forma distinta pero todos conectados por la
magia que inevitablemente ya nos había atrapado.
La noche nos regaló un tesoro
inolvidable, miles de estrellas como diamantes incrustados en el cielo junto a
la silueta de nuestro anfitrión siempre presente. Fue tan amable con nosotros
que hasta se dejó retratar, gracias a la paciencia y perseverancia de nuestra
fotógrafa oficial (Laura De Oliveira, gracias por todas las fotos!).
Ya de vuelta a la ciudad, después
de navegar río abajo con prisa para tomar nuestro vuelo, esa noche traté de
digerir el bojote de emociones que aún frescas saltaban en mi mente.
Hoy, varias semanas después de
haber estado tan cerca del tepuy como para sentir su energía, puedo advertir su
compañía y más allá de eso, la sabiduría que emana de aquella roca milenaria. Esta
experiencia me ha conmovido especialmente por lo breve e intensa, se siente
como un electro shock que te devuelve el pulso cambiándote los esquemas
preconcebidos para estar abierto a las nuevas opciones y maneras de afrontar
los retos en la vida. El plan A ha sido un gran reto, sospecho que puede
ponerse aún más interesante.